Ayer murió un ex Rector de mi Universidad de Guadalajara. Se suicidó, poniendo fin a una de las controversias políticas más intensas de los años recientes en el estado de Jalisco. Apenas en 2007 era un hombre que estaba en la cumbre, que acariviaba el su sueño de ser Gobernador, que vivía rodeado de la pleitesía que suele acompañar estos grandes puestos.
Briseño llegó al cargo al amparo de Raúl Padilla, otro ex Rector que, lo sabemos todos, controla políticamente al aparato universitario. Ellos amigos, él, su incondicional. Pero algo pasó, la ambición de uno, o la del otro, la de ambos tal vez; le llevó a un distanciamiento jamás pensado meses atrás. ¿Con qué fin?, no lo sé de cierto, pero el punto es que Briseño rompió con el grupo que lo impulsó, lo que desencadenó en la polémica sesión del Consejo Universitario, que literalmente lo botó del puesto. Briseño inició la lucha por regresar, pero en el camino sólo fue perdiendo sus apoyos, las armas legales y, finalmente, ayer decidió terminar con todo.
Yo no pienso defender a Briseño. En esos niveles, nadie sale limpio. No se si era tan culpable como Padilla, o si de verdad quiso reivindicarse, o todo era tan sólo su plan para llegar a la gubernatura. No lo se.
Pero si se que la Universidad a la que tantos años sirvió, la que llegó a encabezar, ha optado por una indiferencia que duele, que enoja. No hubo para él homenajes, no hubo moños negros, no hubo sino apenas un escueto comunicado, apenas unos segundos en la radio perteneciente a la Universidad. Nada, nada para el hombre al que hace dos años aplaudían de pie, al que todos seguían, del que ahora casi nadie quiere saber, ni siquiera sus antiguos aliados.
Hoy, todos sabemos que en este momento él debería estar vivo y en su puesto. Dicen que se suicidó, y tal vez sí fue él quien jaló el gatillo, pero la responsabilidad es de muchos. Ojalá ellos puedan dormir en paz.
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